(La revisión ampliada de este artículo fue publicada en la sección de Opinión del diario La Nueva España el pasado 24 de octubre)
En esta vida casi todo es cuestión de perspectiva. Por ejemplo, para las langostas que estaban en la pecera del Titanic fue un milagro lo que pasó.
Perspectivas, enfoques, maneras de ver el mundo. ¿Nos hemos parado a analizar cuáles son las nuestras? ¿Somos capaces de ver el milagro o solo vemos como el barco se hunde? ¿Nos han formado para ello?
Aprender a ser una langosta del Titanic no es fácil, sin embargo, quienes nos dedicamos a educar (en el sentido más amplio de la palabra) tenemos, casi diría, la obligación de enseñar a enfrentarse a lo real y aprovechar las oportunidades y más en este tiempo confuso y cambiante.
Nuestra construcción social nos lleva a identificar lo agradable con lo bueno y en el momento en el que la vida se impone y nos ocurre algo desagradable, no sabemos enfrentarnos a ello y creemos que “más allá solo hay dragones”. Los golpes vitales, lo real, choca entonces con nuestro mundo idealizado en el que solo están permitidas las cosas indoloras cayendo en una falacia terrible de la que es difícil salir.
Muchos chicos y chicas viven eso tanto en el plano académico como en el personal. El concepto de indefensión aprendida deriva de esta circunstancia: haga lo que haga estará mal, es inútil que haga algo y así se genera una parálisis que lleva al abandono de los estudios o a dejar “colgada” una materia porque no creen que pueden con ella o porque no confían en el futuro que les aguarda o en las posibilidades que se pueden generar. Somos el segundo país de Europa con mayor tasa de abandono escolar con la escalofriante cifra del 20%, este dato debe hacernos reflexionar, cuestionarnos. Todas las reformas legislativas que se han hecho no han mejorado esta situación, más bien parecen haber influido negativamente y encabezamos estas listas mientras que en las de las pruebas PISA continuamos a la cola muy por debajo de lo que debería corresponderse con todo nuestro potencial, que es mucho.
Estos números no mejoran cuando hablamos de la enseñanza universitaria; según el Ministerio de Educación, en Asturias, ya hace tres años, la tasa de abandono era de un 18,5%, el rendimiento sí crece, pero paradójicamente, nuestro alumnado universitario, está desempeñando trabajos por debajo de su cualificación. A estos datos podríamos añadir la subida de la tasa de paro juvenil y, en consecuencia, el desencanto ante una sociedad que parece no ofrecerles nada. Algo no marcha bien.
¿Y qué ocurre cuando ese proceso va más allá de lo académico? Tendemos a edulcorar las cosas, a tapar el dolor, a usar frases como “todo pasará”, “no le des importancia”, “no llores más” o incluso echarle la culpa al otro. Una sobreprotección que provoca inseguridades y temores difíciles de superar.
Cualquiera de esas actitudes suponen no aceptar lo real, suponen pelearse y luchar contra gigantes que son, en realidad, molinos de viento y lo único que generamos es mucha impotencia, mucha frustración y mucha angustia.
Debemos aprender a aceptar lo real, la vida con pros y contras porque ciertamente ser y aceptar el dolor y el sufrimiento forma parte de nuestro proceso de crecimiento personal. Aceptar no significa resignarse, sino darnos cuenta de que hay que poner el foco en todo aquello que podemos hacer, mejorar, o sacar adelante; poner nuestro empeño y nuestras energías en todo aquello que está fuera de nuestro control genera esa impotencia y esa frustración de la que hemos hablado. Hoy día, educar potenciando todo aquello de lo que somos capaces y darnos cuenta de que habrá cosas que no podremos realizar, es clave si queremos contribuir a crear una sociedad más fuerte y con más ganas de superarse.
Cada vez veo más en el aula un miedo horrible al error al que se identifica con el fracaso y, en muchos casos con el no valgo. Parece que nuestro alumnado cree que solo aprende quien no comete errores. Hemos crecido, nos han educado -y aun se sigue educando- en el error como símbolo de debilidad, de fallo del sistema que merece una punición. Ponemos el énfasis en lo que se ha hecho mal y no en lo que se ha hecho bien, el fallo en una prueba solo sirve “para bajar nota” y pocas veces se utiliza como elemento de aprendizaje. Y esto que sucede en un aula, sucede también la vida. En otras sociedades el error es una oportunidad, a partir de los fallos las personas pueden volver a construirse más fuertes porque han aprendido y ya saben qué no deben hacer. La capacidad de resiliencia se desarrolla y se puede trabajar. Como docente, creo que el error es nuestro mejor aliado en el aprendizaje y en la vida. Creo que una gran parte del profesorado así lo entiende y vive en sus aulas, pero nuestro encorsetado sistema de evaluación aún pesa demasiado y el tener un fallo ya supone no tener el 10 al que inmediatamente se le pone la etiqueta de perfecto… (¡¡¡¡¡Cómo si hubiera algo perfecto en este mundo!!!!!)
Cuando aprendamos y enseñemos que los errores son nuevas oportunidades, que cuando nos caemos hay que levantarse, cuando sepamos cambiar de perspectiva seguro que conseguiremos ser mucho más felices. Tal vez sea el tiempo de ser langostas del Titanic.