(Este artículo se publicó originalmente en el diario La Nueva España el sábado 2 de diciembre de 2017)

No pretendo escribir sobre la teoría del caos que el matemático Edward Norton Lorenz ejemplificó y formuló con el aleteo de una mariposa en Brasil provocando un tornado en Texas. El título de mis palabras hace referencia a un concepto más simple y que ya recogía el antiguo proverbio oriental que nos habla de ese mismo aleteo como símbolo de que todas las acciones, de un modo u otro, tienen influencia las unas sobre las otras.

Hoy día el mundo es una gran red. Lo que publicamos en Facebook se puede hacer viral en Twitter o difundirse a un ritmo vertiginoso en Youtube o Instagram. Resulta tremendamente inocente, o más bien, iluso, creer que aquello que decimos, publicamos, contamos, hacemos o manifestamos no tiene una repercusión en nuestro entorno y en otros círculos más amplios, por eso, creo que educar es uno de los mayores efectos mariposa que existen.

No hablo solo de una educación en el uso y disfrute de las redes sociales (que también), sino de algo más profundo, algo que nos hace más humanos, más personas, más sensibles al mundo que nos rodea y que no nos puede ser ajeno.

Debemos reflexionar sobre lo que sucede a nuestro alrededor y posicionarnos de forma crítica, consciente y con conocimiento. Eso nos hará ser personas más libres, con más capacidad de decisión y, seguramente, con una mayor conciencia y consciencia de quiénes somos y  de qué podemos aportar a la sociedad.

Es cierto que muchas de las cosas que recojo en el párrafo anterior se aprenden en el entorno familiar, pero también en el escolar. Siempre he tenido la “mala costumbre” de creer que en los centros educativos no solo se imparten conocimientos sino que también se educan personas para que, en el futuro, construyan un mundo mejor.

Explicar esto, llevarlo a las aulas, supone mostrar cómo cada uno de nuestros actos puede cambiar el mundo, y,  de hecho, lo hace. Ayudar, conciliar, esforzarnos, intentar ser amables, dar nuestro máximo o formarnos muy bien para ponernos al servicio de la sociedad, eso es cambiar el mundo. Nunca hay nada insignificante; como el aleteo de la mariposa, se puede cambiar el trascurso de la historia con una palabra o con algo que, en principio, podíamos valorar como poca cosa.

Quienes nos dedicamos a la educación deberíamos tener esta idea como uno de los objetivos a conseguir con nuestro alumnado. Hay que enseñarles que pueden cambiar el mundo, que en escalas más grandes o más pequeñas, quienes aquí estamos contribuimos a que las cosas sean como son y a que puedan, o no, cambiar. También deberíamos luchar contra la intolerancia, la discriminación, enseñarles a discernir lo correcto de lo que no lo es, pero que lo hagan desde su interior, filtrándolo todo con sus propios criterios que deben estar asentados en principios sólidos, fuertes y razonados, escogidos para poder ejercer su libertad. Para ello hay que darles también materias como historia, filosofía, latín, literatura, lengua, idiomas, en definitiva, Humanidades. Deben conocer quiénes son, de dónde vienen, qué configura su cultura y la de otros pueblos para así amar la propia y respetar la ajena.

¿Y dónde sostenemos todas estas enseñanzas? Tal vez la respuesta pudiera ser más amplia y recoger muchos más conceptos, pero yo me quedo con dos: ilusión y coherencia. De la ilusión y la audacia ya me he ocupado en otras ocasiones. La coherencia es una de las características básicas de cualquier persona que pretenda enseñar a otras y no hablo de grandes acciones o grandes hazañas, hablo del ejemplo que damos en el día a día en nuestras aulas. El ejemplo que damos en el trato, en nuestro desempeño laboral, en nuestra responsabilidad, en nuestra manera de afrontar las cosas que hacemos…para mí, eso es coherencia.

No está de moda, no es un concepto fácil ni de explicar ni de aprender porque se diluye en incongruencias que aparecen a diario en personajes públicos, en iconos, muchas veces, efímeros que nuestro alumnado tiene que aprender a considerar como tal.

Aprender que nuestras palabras deben refrendarse con nuestras acciones, y a la inversa,  no es algo ni sencillo ni cómodo, pero si lo interiorizamos desde la infancia, si lo asumimos como parte de nuestra educación básica seguramente será más fácil que cuando seamos personas adultas, esta manera de actuar sea la natural y no la que cause extrañeza en nuestro entorno. Nos hemos acostumbrado tanto a ver cómo se dice y no se hace y cómo se hace y no se dice que parece que esa es así como debemos funcionar. Cambiarlo está en nuestras manos.

Es importante que reivindiquemos nuestra labor docente, educadora. Sé que la gran mayoría somos conscientes de que en nuestras manos está la ciudadanía del futuro. Solo espero que quienes deben valorarlo lo hagan y que mañana, en nuestras aulas, en nuestras casas,  entremos creyendo que estamos cambiando un poco el mundo.

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